Está claro que cuando el cerebro hace algo generalmente es porque me «estoy» comportando. Aquí hay un elemento notable primario (el comportamiento) y hay un elemento notable que es secundario (el cerebro). Veamoslo.
1. El comportamiento como causa primaria:
Es claro que el cerebro no actúa de manera autónoma o espontánea, sino que sus acciones suelen estar enmarcadas en un contexto de comportamiento. Esto implica que la acción observable (el comportamiento) es el marco interpretativo que da sentido a la actividad cerebral. Esto revela una causalidad descendente, es decir que, las decisiones, las intenciones o los hábitos de aprendizaje (que son expresiones del comportamiento) orientan la actividad cerebral, mostrando «cómo» procesos primarios como el razonamiento o los objetivos conscientes pueden moldear la fisiología neuronal.
2. El cerebro como mediador o elemento secundario:
Esto conlleva a que el cerebro se encuentre en un rol subordinado, como el mecanismo biológico que implementa las decisiones o intenciones derivadas del comportamiento. Esto sugiere que, aunque el cerebro es indispensable para ejecutar conductas, no es la fuente primaria de estas, sino un medio para ellas. Esto revela las limitaciones del reduccionismo, ya que este modelo entre elementos primarios y secundarios rechaza toda visión estrictamente materialista o reduccionista incluso emergentista en la que toda acción se derive «únicamente» de procesos cerebrales, afirmando en cambio una dimensión integradora y plena del ser humano, con factores primarios al cerebro como lo es la conciencia, la voluntad o incluso aspectos éticos y morales como las convicciones personales (actos intencionales como la fe).
De este modo vemos claramente el diseño ordenado por DIOS, donde la voluntad humana creada a imagen misma de DIOS, guía y trasciende lo puramente biológico. Esto pone énfasis en la agencia humana y la responsabilidad moral, no reducible a simples impulsos o direcciones autónomas neuronales.
En conclusión.
Vemos que el comportamiento humano, como el elemento primario, da sentido y propósito a la actividad cerebral, mostrando una causalidad que va más allá de lo meramente físico. Esto refleja la integridad que nos da las Escrituras de la naturaleza humana, que incluye tanto lo material como lo espiritual en una relación interdependiente en el ser humano.
“Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2:26).