Esto sabéis, mis amados hermanos. Pero que cada uno sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira; pues la ira del hombre no obra la justicia de Dios. (Santiago 1:19-20)
Por Herman Hanko [1]
Si uno se enoja con la predicación expositiva entonces la predicación también cumple el propósito de Dios. Negarse a aplicar la palabra a su propia vida el oyente se enoja y en su ira endurece su propio corazón. De este modo Santiago explica con más detalle el motivo de su advertencia de que seamos lentos para hablar y tardos para la ira. No hay ningún beneficio espiritual que ganar en esa forma de escuchar la Palabra de Dios sino sólo condenación.
También se puede hablar con rabia contra la predicación si ésta se considera ser demasiado doctrinal. Menciono esto aquí porque en nuestros días esto es un gran peligro pues muestra cómo el oyente adecuado lleva a cabo la justicia de Dios.
En el mundo de hoy la predicación doctrinal no tiene muy buena reputación en las iglesias de nuestros días. Se dice que es divisiva, sobre todo cuando se condena necesariamente falsas doctrinas y se expone el carácter anti-bíblico de estas. Hoy en día en las iglesias la predicación doctrinal es criticada por ser demasiada “intelectual” —una crítica que proviene muchas veces de aquellos que nunca han leído algún material bíblico sólido y que no están acostumbrados a pensar en las cosas espirituales. Estos individuos rápidamente claman por alguna “predicación práctica” y se enojan cuando el ministro no los escucha. Hay una cierta ironía aquí, sin embargo es mi experiencia que en muchos casos cuando un ministro predica un sermón intensamente “práctico” estos mismos individuos son los primeros en estar enojados con ese tipo de predicación y así quejarse que del todo es demasiado enfático la predicación sobre el pecado y sus consecuencias.
La ira contra la predicación no funciona la justicia de Dios, pues esto tiene el efecto contrario: endurece al oyente en su propio pecado de incredulidad. Ahora, lo positivo también es cierto. La justicia de Dios es la perfecta justicia apropiada por la sola fe y que asegura al pecador que éste está libre de pecado ante el rostro de Dios por el sacrificio completo de Cristo en la cruz. Tal justicia se llama la justicia de Dios ya que es el atributo esencial de Dios dado libremente al pecador y el cual se convierte en la posesión esencial de éste al apropiándose de Cristo, quien lleva a cabo la justicia de Dios para su pueblo.
Así, al ser pronto para oír funciona la justicia de Dios; el pecador que oye la predicación y la escucha con fe obra la justicia de Dios. Cada sermón predicado que está de acuerdo con la voluntad de Dios es la predicación del Cristo crucificado. Pablo dio el tema principal de cada sermón que él mismo predicó y espera que sea predicado en las palabras, “pero nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1:23). Cuando la predicación lleva a la cruz —ya que siempre debe hacerlo, nos lleva a Cristo crucificado. Cuando el oír está mezclado con la fe el oyente se aferra a Cristo crucificado como el único fundamento de su salvación y por ende se apropia por la fe de la justicia de Dios revelada en Cristo. Por lo tanto, la predicación, despertando la fe por la obra del Espíritu Santo, lleva a uno hacia el Calvario, pues allí solo se encuentra la justicia de Dios. Y así al ser pronto para oír funciona la justicia de Dios.
Puede ser que Santiago también tenga en cuenta la justicia de un caminar piadoso en armonía con los mandamientos y la voluntad de Dios. La justicia en las Escrituras a veces se usa en ese sentido (Mateo 5:20). Pero la justicia imputada de Dios recibida por oír con fe es sin duda el significado primario aquí. Es la base para la santificación, y la obra que en realidad nos hace justos en nuestro caminar.
[1] Faith made perfect, commentary on James. Page 62-63. Reformed free publishing association.