Por John W. Robbins
Cuando Cristo intruyó a la mujer sorprendida en adulterio diciéndole “vete, y no peques más“, Él le estaba mandando a vivir una vida de santidad y pureza. Pero esta nueva vida de santificación sólo era posible cuando ella primeramente se apropió de la esperanza de la justificación que le fue dada en la promesa de Cristo: “Ni yo te condeno” (Juan 8:11). El decreto liberador de “ninguna condenación hay” (Romanos 8:1) establece la libertad del alma para correr por el camino de los mandamientos de Dios. En su carta a los Colosenses Pablo exhorta a los creyentes a “considerad los miembros de vuestro cuerpo terrenal como muertos” (Colosenses 3:5). Y antes de esto el apóstol acababa de dar la razón: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.” (Colosenses 3:3).
Esto ilustra la relación bíblica entre el indicativo (tu eres) y el imperativo (tu deberías). Primeramente a los creyentes se les recuerda que ellos están muertos al pecado (ellos a través de la fe se han unido a Cristo. Dios considera que cuando Cristo murió ellos murieron con Él). Luego, se les dice: “haced morir las obras de la carne.” Esto como si dijera: “Dios te cuenta como hombre muerto, porque eso es lo que realmente eres en Cristo. Ahora, esto te da el derecho y la responsabilidad de actuar como hombre que han muerto al pecado” No se nos ordena dar muerte a nuestros deseos pecaminosos con el fin de llegar estar muertos, sino porque ya estamos muertos debemos haced morir las obras de la carne. El ser no es el resultado de hacer, pero hacerlo es el resultado del ser.
Más adelante Pablo añade a los Colosenses, “No mintáis los unos a los otros, puesto que habéis desechado al viejo hombre con sus malos hábitos” (Colosenses 3:9). Cada religión humana invierte ese orden. Lo mejor que nos pueden decir es que dejemos de mentir y de esta manera desechamos al viejo hombre y sus obras. Pero el camino del Evangelio es totalmente contrario a los designios humanos. Ya que éste nos dice: tú ya estás muerto [en Cristo]; ahora actúa como alguien muerto. Tú es puro [en Cristo]; ahora actúa como alguien puro. Tú eres perfecto [en Cristo]; ahora actúa como alguien perfecto. Tú ya eres [en Cristo]; por lo tanto, actúa de esa manera. La doctrina del Nuevo Testamento de la santificación nos lleva a analizar y a darnos cuenta de nuestra posición jurídica y estable ante Dios, para luego así poder actuar en consecuencia a ello.
He aquí otro ejemplo de cómo el mandato bíblico de vivir en santidad se sustenta en la justificación previa: “Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Esto ilustra cómo debemos entender primeramente la promesa de la justificación antes de tan siquiera poder obedecer el mandato de la santificación. No podemos “limpiarnos de toda inmundicia” a menos que creamos primeramente que ya estamos lavados en la sangre del Cordero (1 Juan 1:9). No podemos participar en el proceso del perfeccionamiento de la santidad a menos que nos demos cuenta de que “por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados” (Hebreos 10:14).
Considere este mandamiento apostólico: “que no injurien a nadie” (Tito 3:2). ¿Hay algún mandamiento de la Palabra de Dios que con tanta facilidad transgredimos? ¿Quién puede conformarse a este borde recto de la ley? Porque no sólo se nos manda a refrenar de hablar mal de buenos hombres en reputación, pero también se nos prohíbe hablar mal de cualquier hombre. Y qué congregación bendita, inocente y santa tendría el pastor si los miembros llevasen a cabo esto. Aun así si el pastor simplemente está exhortando a su congregación a vivir esta clase de vida en todo caso él sólo está entrenando a su congregación a vivir un vida de moralismo o legalismo. La obediencia a este imperativo es sólo posible mientras la congregación es recordada continuamente, y ésta se mantiene aferrada al mensaje de la justificación por la sola fe. Cuando Pablo dice “no injurien a nadie” él añade en otra parte el fundamento para ello:
Porque [esta es la razón, y el ver de esto] nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor hacia la humanidad, El nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que El derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna. (Tito 3:3-7).
Otro ejemplo que podemos ver es el recaudador de impuestos de la parábola de Cristo quien descendió a su casa justificado orando de la siguiente manera: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Este hombre era bendecido porque realmente era pobre en espíritu (Mateo 5:3). Él se vio a sí mismo no sólo como un pecador sino también como el pecador del mundo. Él se sentía como que nadie más podía ser tan pecador como lo era él. Él se puso de pie delante de Dios como si fuera todo pecado. Este tipo de hombre es a quien Dios atribuye justicia. Ahora bien, cuando una congregación capta este tipo de justificación ante Dios, ¿Cómo pueden hablar mal de cualquier hombre? Si Pablo está apelando a la humildad (como lo vemos en Filipenses 2), a un espíritu de perdón (como lo vemos en Efesios 4) y a una dedicación al servicio (como lo vemos en Romanos 12), él lo hace siempre sobre la base del Evangelio. El entrenamiento cristiano es el entrenamiento del Evangelio. La santificación es una consecuencia natural de la justificación. Las buenas obras son una consecuencia natural de la santificación.
Tal vez el ejemplo más notable de cómo se refuerza la justificación y la santificación en toda acción ética se encuentra en el Antiguo Testamento precisamente en el propio prólogo de Dios sobre los Diez Mandamientos: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. [Por lo tanto] No tendrás otros dioses delante de mí. No te harás ídolo, No harás, No harás, No harás, etc. (Éxodo 20:2-17). Los actos redentores de Dios allá en Egipto (que son una ilustración de sus actos liberadores en Cristo y de la justificación por la sola fe) hicieron la nueva vida de obediencia un derecho y una resposabilidad para las personas rescatadas. Apelar a vivir una buena vida moral que no se basa en la verdad de la justificación por la sola fe solo puede llevarnos al moralismo y el legalismo. Pero la justificación hace que el yugo de la santificación sea fácil y la carga de la santidad ligera de llevar (Mateo 11:30).
Against The Churchers, The Trinity Review, 1989-1998. The Relationship between Justification and Sanctification, Edited by John W. Robbins pages 346.